El tesoro efímero de los caprichos del viento

 

En el corazón del Sahara marroquí, a 30 kilómetros de la frontera con Argelia, se halla una zona de arenas doradas mecidas por el viento, que invita a soñar con ese paraíso onírico que es el desierto.

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Salimos de Marrakech Iñigo y yo un caluroso día de Mayo con dirección sur por la N9, con idea de disfrutar de una breve ruta turística que tenía como objetivo final Mhamid. Una pequeña

población aislada a las puertas del Sahara, desde la cual nos llevarían en todoterreno a un campamento al pie de las formaciones

de arena en el desierto de Chegaga.

 

 

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Con este objetivo en nuestra cabeza, nos adentramos hacia lo profundo de Marruecos, cruzando el Atlas por una carretera sinuosa y visitando diversos pueblos. Algunos de ellos como Ait Ben Haddou o Tamdakte, con unas kasbah espectaculares, que evocaban un periodo de gloria perecedero como el adobe del que se componen.

 

 

Tras llegar a Ouarzazate, la ciudad más importante de la zona al sur del atlas, que cuenta con diversos escenarios y decorados en los cuales se han rodado conocidas películas, nos lanzamos a la búsqueda de esa ambrosía que satisface la sed de manera sin igual y era imposible encontrar en otros lugares, ¡queríamos una cerveza bien fría!.

 

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El calor se iba haciendo cada vez más intenso, y las carreteras

parecían infinitas bordeando valles y accidentes geográficos

para seguir en dirección sur.

 

 

 

 

Recorridos 650 kilómetros alcanzamos nuestro objetivo, Mhamid. Un pequeño pueblo polvoriento, azotado por los vientos abrasadores del desierto y en lucha constante con la arena para mantener su espacio. En la calle principal, muchas casas estaban pintadas con carteles para ofrecer servicios a los turistas, lo cual me recordaba a un poblado del antiguo oeste americano.

Tuvimos que esperar varias horas, las que aprovechamos para comer un tajín de pollo muy sabroso y un buen café a unos 35 grados a la sombra.

Por fin comenzaba nuestra aventura, cuando al montarnos en el todoterreno, el berber que era nuestro guía, nos dijo que 5 litros de agua para cada uno no eran suficientes, y que debíamos por lo menos llevar el doble. No teníamos ni idea del calor que se puede alcanzar en esta zona a finales de mayo…

 

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Con una buena reserva de agua en el maletero, partimos en un 4x4 con nuestros 2 guías hacia la nada, hacia el silencio, rumbo

a un vacío en el mapa  próximo a Argelia.

De camino a las dunas de Chegaga paramos en un oasis, en el cual habían construido una pequeña granja en mitad de la nada.

Tomamos un té, los guías recogieron agua de un pozo en sus

botellas y retomamos la marcha.

 

Por curiosidad, probé un trago de agua para ver como sabía y a que temperatura estaban las aguas freáticas del desierto. Y la verdad es que estaba tibia y salina, bastante poco apetecible, pero más fresca que la nuestra embotellada.

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Cada vez el terreno se iba haciendo más arenoso, y oteábamos el horizonte buscando  esas montañas de

polvo con las que llenábamos nuestra cabeza de composiciones e ideas para realizar las ansiadas fotos…

 

 

 

 

¡Y por fin llegamos!, un campamento colorido y desgastado por el sol, nos serviría de base para realizar incursiones en las arenas adyacentes.

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La primera de las salidas fue al atardecer para explorar la zona e ir conociendo el desierto. Las dunas eran espectaculares, se podían observar claramente los canales de aire que creaban las formaciones arenosas y empezamos a componer con la luz filtrándose por la calima y un bonito atardecer.

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Tras una primera toma de contacto intensa, nos fuimos a cenar y descansar que a la mañana siguiente queríamos despertarnos a las 4 para fotografiar con la vía láctea en su punto…

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Nos levantamos de madrugada y estuvimos tirando fotos

hasta casi el amanecer, y con las primeras luces comenzó

el espectáculo...

 

 

 

Surgían infinidad de formas y tonos con los cuales me fasciné, puse el teleobjetivo y comencé a componer con las líneas que creaba esa luz perpendicular que perfilaba los bordes de las dunas con un contraste exquisito como nunca antes había visto, tan solo comparable a las sutiles formas de la nieve.

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Tras de una mañana intensa tocaba la peor parte… teníamos que pasar el medio día en el campamento porque decidimos quedarnos dos días en el desierto para poder disfrutar más de aquel entorno tan exótico.

Los guías berber se marcharon al pueblo y nos quedamos a solas con un cocinero en el campamento. Allí estábamos los 3 a unas temperaturas superiores a 50 grados, se hizo una espera eterna…

Después de haber terminado con casi toda el agua, por fin el sol empezó a reducir su intensidad y a generar contraste en las arenas, y volvimos a salir a la caza de nuevas imágenes.

Con las últimas luces del día un grupo de turistas a camello me regalaron una bonita estampa perfilados con el atardecer.

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Acto seguido comenzó un viento de lo más agradable con el que yo había soñado para componer fotos con arena en movimiento, pero pronto se nos hizo oscuro y cada vez soplaba más fuerte...

Tuvimos que hacer la vuelta al campamento con la ayuda del gps porque no había ninguna visibilidad.  Mientras caminábamos por las arenas nos pareció oír gritos, empezamos a preocuparnos de que los guías pensarían que estábamos perdidos. Al momento apareció uno de ellos corriendo, que atraído por la luz de nuestros frontales consiguió localizarnos y avisarnos de que nos buscaba preocupado. Al fin, regresamos al campamento a descansar de un día duro, y a media noche, como colofón, prepararon una hoguera y cantaron canciones a la luz del fuego.

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Esa noche decidí dormir fuera, después del día tan caluroso no tenía ganas de meterme en una tienda recalentada, y dormir al raso con el colchón en el desierto, fue una gran experiencia.

El amanecer del último día se convirtió en un regalo porque se dieron las condiciones perfectas para la composición fotográfica con vientos racheados y una atmósfera limpia con un amanecer sin nubosidad. Con arena en la boca crujiendo cual cereales de desayuno, pude disfrutar muchísimo de aquella última estancia entre esas arenas oníricas, componiendo más cómodamente y buscando formas e imaginando fotografías plácidamente.

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Al final, ya pasado un tiempo de esta aventura, cuando las cosas se ven con más claridad y omites los momentos mediocres, debo decir que fue una experiencia increíble, y toda esa cantidad de calor y kilómetros, fueron más que merecidos para poder contemplar el tesoro efímero de los caprichos del viento.

 

Gracias a Iñigo por esta gran aventura.

 

 

Iñigo Cia e Iñaki Larrea – Mayo 2015.

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